El hombre que aprendió a ladrar

Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

(Continúa)
Benedetti

Machado [varios]

Canto y cuento es la poesía.
Se canta una viva historia,
contando su melodía.
***
La rima verbal y pobre,
y temporal, es la rica.
El adjetivo y el nombre,
remansos del agua limpia,
son accidentes del verbo
en la gramática lírica,
del Hoy que será Mañana,
del Ayer que es Todavía.
***
Cuando recordar no pueda,
¿dónde mi recuerdo irá?
Una cosa es el recuerdo
y otra cosa recordar.
***
“¿Qué es amor?”, me preguntaba
una niña. Contesté:
“Verte una vez y pensar
haberte visto otra vez.”
***
Señor, me cansa la vida,
tengo la garganta ronca
de gritar sobre los mares,
la voz de la mar me asorda.
Señor, me cansa la vida
y el universo me ahoga.
Señor, me dejaste solo,
solo, con el mar a solas.
***
Por todas partes te busco
sin encontrarte jamás,
y en todas partes te encuentro
sólo por irte a buscar.
***
¡Este insomne sueño mío!
Tan pobre me estoy quedando
que ya ni siquiera estoy
conmigo, ni sé si voy
conmigo a solas viajando.
***
¡Este placer de alejarse!
Yo, para todo viaje
—siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—,
voy ligero de equipaje.
***
No está mal
este yo fundamental,
contingente y libre, a ratos,
creativo, original;
este yo que vive y siente
dentro la carne mortal
¡ay! por saltar impaciente
las bardas de su corral.
Antonio Machado

A una transeúnte

La calle ensordecedora alrededor mío aullaba.
Alta, delgada, enlutada, dolor majestuoso,
Una mujer pasó, con mano fastuosa
Levantando, balanceando el ruedo y el festón;

Ágil y noble, con su pierna de estatua.
Yo, yo bebí, crispado como un extravagante,
En su pupila, cielo lívido donde germina el huracán,
La dulzura que fascina y el placer que mata.

Un rayo… ¡luego la noche! — Fugitiva beldad
Cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer,
¿No te veré más que en la eternidad?

Desde ya, ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá!
Porque ignoro dónde tú huyes, tú no sabes dónde voy,
¡Oh, tú a quien hubiera amado, oh, tú que lo supiste!

Charles Baudelaire

Pandémica y Celeste

Imagínate ahora que tú y yo
muy tarde ya en la noche
hablemos hombre a hombre, finalmente.
Imagínatelo,
en una de esas noches memorables
de rara comunión, con la botella
medio vacía, los ceniceros sucios,
y después de agotado el tema de la vida.
Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector —mon semblable,—mon frère!

Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien me tira del cuerpo a otros cuerpos
a ser posiblemente jóvenes:
yo persigo también el dulce amor,
el tierno amor para dormir al lado
y que alegre mi cama al despertarse,
cercano como un pájaro.
¡Si yo no puedo desnudarme nunca,
si jamás he podido entrar en unos brazos
sin sentir -aunque sea nada más que un momento-
igual deslumbramiento que a los veinte años!

Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
—con cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.

Y por eso me alegro de haberme revolcado
sobre la arena gruesa, los dos medio vestidos,
mientras buscaba ese tendón del hombro.
Me conmueve el recuerdo de tantas ocasiones…
Aquella carretera de montaña
y los bien empleados abrazos furtivos
y el instante indefenso, de pie, tras el frenazo,
pegados a la tapia, cegados por las luces.
O aquel atardecer cerca del río
desnudos y riéndonos, de yedra coronados.
O aquel portal en Roma -en vía del Balbuino.
Y recuerdos de caras y ciudades
apenas conocidas, de cuerpos entrevistos,
de escaleras sin luz, de camarotes,
de bares, de pasajes desiertos, de prostíbulos,
y de infinitas casetas de baños,
de fosos de un castillo.
Recuerdos de vosotras, sobre todo,
oh noches en hoteles de una noche,
definitivas noches en pensiones sórdidas,
en cuartos recién fríos,
noches que devolvéis a vuestros huéspedes
un olvidado sabor a sí mismos!
La historia en cuerpo y alma, como una imagen rota,
de la langueur goutée a ce mal d’être deux
Sin despreciar
—alegres como fiesta entre semana—
las experiencias de promiscuidad.

Aunque sepa que nada me valdrían
trabajos de amor disperso
si no existiese el verdadero amor.
Mi amor,
           íntegra imagen de mi vida,
sol de las noches mismas que le robo.

Su juventud, la mía,
—música de mi fondo—
sonríe aún en la imprecisa gracia
de cada cuerpo joven,
en cada encuentro anónimo,
iluminándolo. Dándole un alma.
Y no hay muslos hermosos
que no me hagan pensar en sus hermosos muslos
cuando nos conocimos, antes de ir a la cama.

Ni pasión de una noche de dormida
que pueda compararla
con la pasión que da el conocimiento,
los años de experiencia
de nuestro amor.
          Porque en amor también
es importante el tiempo,
y dulce, de algún modo,
verificar con mano melancólica
su perceptible paso por un cuerpo
—mientras que basta un gesto familiar
en los labios,
o la ligera palpitación de un miembro,
para hacerme sentir la maravilla
de aquella gracia antigua,
fugaz como un reflejo.

Sobre su piel borrosa,
cuando pasen más años y al final estemos,
quiero aplastar los labios invocando
la imagen de su cuerpo
y de todos los cuerpos que una vez amé
aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo.
Para pedir la fuerza de poder vivir
sin belleza, sin fuerza y sin deseo,
mientras seguimos juntos
hasta morir en paz, los dos,
como dicen que mueren los que han amado mucho.
Jaime Gil de Biedma

Espantapájaros

No sé, me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible
— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?

(Continúa)
Oliverio Girondo

Don de la ebriedad

Cómo veo los árboles ahora.
No con hojas caedizas, no con ramas
sujetas a la voz del crecimiento.
Y hasta a la brisa que los quema a ráfagas
no la siento como algo de la tierra
ni del cielo tampoco, sino falta
de ese color de vida con destino.

Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo. ¿Qué me han hecho en la mirada?
¿Es que voy a morir? Decidme, ¿cómo
veis a los hombres, a sus obras, almas
inmortales? Sí, ebrio estoy sin duda.
La mañana no es tal, es una amplia
llanura sin combate, casi eterna,
casi desconocida porque en cada
lugar donde antes era sombra el tiempo,
ahora la luz espera ser creada.

No sólo el aire deja más su aliento:
no posee ni cántico ni nada;
se lo dan, y él empieza a rodearle
con fugaz esplendor de ritmo de ala
e intenta hacer un hueco suficiente
para no seguir fuera. No, no sólo
seguir fuera quizá, sino a distancia.
Pues bien: el aire de hoy tiene su cántico.
¡Si lo oyeseis! Y el sol, el fuego, el agua,
cómo dan posesión a estos mis ojos.
¿Es que voy a vivir? ¿Tan pronto acaba
la ebriedad? Ay, y cómo veo ahora
los árboles, qué pocos días faltan…

Claudio Rodríguez

¿Qué voz viene…?

¿Qué voz viene sobre el sonido de las olas
que no es la voz del mar?

¿Será la voz de alguien que nos habla,
pero que, si escuchamos, calla,
precisamente por habernos puesto a escuchar?

Y sólo si, medio adormecidos,
oímos sin saber que oímos,
ella nos habla de la esperanza
hacia la que, como un niño
que duerme, durmiendo sonreímos.

Son islas afortunadas,
son tierras que no tienen lugar,
donde el Rey vive esperando.
Pero si andamos despertando,
calla la voz, y sólo es el mar.

Fernando Pessoa

Soñé que tú me llevabas

Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.

Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.

¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!…

Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

Antonio Machado

Yo voy soñando caminos…

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!…
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero…
—la tarde cayendo está—.
«En el corazón tenía
«la espina de una pasión;
«logré arrancármela un día:
«ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
«quién te pudiera sentir
«en el corazón clavada».

Antonio Machado

Para ti, que has sentido…

Para ti, que has sentido en tu rostro el invierno,
y que has visto las nubes de nieve entre la niebla
y copas de olmos negros entre estrellas heladas,
será la primavera un tiempo de cosecha.
Para ti, que has tenido como libro la luz
de la sombra suprema con la que te nutrías
una noche tras otra cuando no estaba Febo,
será la primavera una triple mañana.
Que el saber no te angustie: yo no tengo ninguno,
Y sin embargo el canto me brota con pasión.
Que el saber no te angustie: yo no tengo ninguno,
Pero la Tarde escucha. Aquél que se entristece
Pensando en la indolencia no puede estar ocioso,
Y despierto se encuentra quien se crea dormido.
John Keats

El infinito

Siempre caro me fue este yermo cerro
y esta espesura, que de tanta parte
del último horizonte el ver impide.
Mas sentado y mirando, interminables
espacios a su extremo, y sobrehumanos
silencios, y hondísimas quietudes
imagino en mi mente; hasta que casi
el pecho se estremece. Y cuando el viento
oigo crujir entre el ramaje, yo ese
infinito silencio a este susurro
voy comparando: y en lo eterno pienso,
y en la edad que ya ha muerto y la presente,
y viva, y en su voz. Así entre esta
inmensidad mi pensamiento anega:
y naufragar en este mar me es dulce.
Giacomo Leopardi

El albatros

A menudo, para divertirse, suelen los marineros
Dar caza a los albatros, vastos pájaros de los mares,
Que siguen, indolentes compañeros de viaje,
Al barco que se desliza sobre los amargos abismos.

Apenas los arrojan sobre las tablas de cubierta,
Que estos reyes del azul, torpes y avergonzados,
Dejan que sus grandes alas blancas se arrastren
Penosamente al igual que remos a su lado.

Este viajero alado, ¡qué torpe y débil!
Él, otrora bello, ¡qué feo y qué grotesco!
¡Aquél quema su pico con una pipa,
Otro imita, cojeando, al inválido que una vez voló!

El Poeta se asemeja al príncipe de las nubes
Que frecuenta la tormenta y se ríe del arquero;
Exiliado sobre el suelo en medio de las burlas,
Sus alas de gigante le impiden ya marchar.

Charles Baudelaire