Cuando el último verso fue trazado, un viento del norte llegó silbando entre las ramas desnudas y se inclinó con gentileza ante el poema.
—Ven conmigo —le ofreció—. Te llevaré lejos, donde los ecos se convierten en canciones.
Pero el poema, aún fresco en su tinta, respondió con calma:
—Te agradezco, viento del norte, pero esperaré a un soplo más cálido que entienda mi ritmo.
El viento del norte suspiró y siguió su camino, dejando tras de sí un rastro de hojas danzarinas.
No pasó mucho tiempo antes de que un viento del sur llegara vibrando con fuerza, cargado de aromas dulces y promesas de tierras fértiles.
—Súbete a mi lomo —dijo—. Te llevaré donde los días son anchos y las noches suaves.
El poema, palpitando aún en sus imágenes, declinó con delicadeza:
—Gracias, viento del sur, pero mi esencia busca un aliento más impetuoso.
Y el viento del sur se despidió con un murmullo cálido, dejando tras de sí las caricias al aire de una melodía limpia.
Más tarde, dos corrientes rivales se encontraron frente al poema: una venía del este, cargada de historias pretéritas; la otra del oeste, portadora de paisajes lejanos. Ambas se ofrecieron al unísono:
—Deja que te llevemos. Con nosotras hallarás oídos atentos y almas risueñas dispuestas a escucharte.
Pero el poema, envuelto en una espera íntima, negó con suavidad:
— Gracias, vientos del este y del oeste, pero esperaré un viento más remoto, uno que me lleve más allá de lo nombrado y de lo conocido.
Y así, los vientos del este y el oeste se alejaron en direcciones opuestas, dejando al poema solo bajo el cielo abierto.
De repente, una nube gris se alzó sobre el horizonte y cubrió todo con una sombra húmeda. Al pasar sobre el poema, descargó toda su lluvia. Las gotas cayeron sin clemencia, destiñendo las rimas, empapando las métricas y borrando las metáforas que dormían entre los versos.
—Ojalá llegue un viento que me recite antes de que desaparezca…
Los vientos remotos no escucharon la plegaria del poema, quebrada por la tormenta, mientras la última estrofa se disolvía en mitad del aguacero.
Cuando la tormenta cesó, el poema ya no era más que un charco de tinta esparcida sobre el suelo. En ese entonces, el sol asomó tímidamente y la tierra bebió las palabras disueltas que se transformaron en semilla. De allí brotó una planta delicada, cuyos frutos dieron estrofas que susurraban hojas y versos al cielo.
Los vientos, curiosos, regresaron, uno tras otro, y esta vez se llevaron consigo las flores, los cantos y las palabras, dispersando el mundo con semillas de poemas nuevos y armonías.
Así, el poema antiguo comprendió que ningún verso se pierde, solo aguarda otra forma de ser cantado.