Costumbres

Por la noche, yo acostumbro
cuando duermo a dejar
la luz de mi cuarto encendida,
la cortina sin echar, entreabierta,
y ver la luz de la farola reflejada en la ventana.
Acostumbro a no cerrar la puerta.
En el pasillo, siempre pongo unas migajas,
un camino, como un rastro,
y sobre un plato, los gajos de unas naranjas
que compré por la mañana en el mercado.
Un vaso de agua fresca en la mesilla,
junto al móvil encendido,
con el volumen bien alto,
por si llamas y estoy dormido.
Tu pijama limpio y doblado bajo la almohada
con olor a flor y a suavizante
y en tu lado de la cama,
un espacio y su vacío,
amante que me acompaña
desde el día en que te fuiste
y me dejaste aquí, conmigo
            y mis asuntos.
Ya ves, así son las costumbres
sin tu calor en mis sábanas.
Lo hago cada noche, y luego, en las mañanas
me miro en el espejo y me pregunto
si la luz nunca apagada,
si la persiana subida,
si los gajos cortados,
si las migajas echadas,
si el agua fresca vertida,
si tu pijama doblado,
si estos versos que ahora escribo,
¿habrán servido de algo?
Y cuando quieras volver
que te muestren el camino.
Y encuentres, al regresar,
que no cambié nada de sitio
y todo sigue en su lugar.

Eduardo de la +

Verbos intransitivos

Siempre intento amar
de manera intransitiva.
Escribir una oración sin complemento
con sujeto, verbo y predicado,
construida en voz activa.
Amar como vocación, verbo cierto,
cuya acción no se proyecta
sobre un objeto directo.
Amar desde dentro y hacia fuera
como quien mira un paisaje
al llegar la primavera.
Amar desde fuera y hacia dentro,
como un suspiro, una sorpresa
que nos deja sin aliento
y nos llena el alma de colores.
Amar, sí, amar.
       Amar en mil direcciones.
                Amar y volver a amar.
Amar, una y otra vez,  
—de manera intransitiva—
como el verbo respirar, con el permiso
de una brizna de aire puro.
Partir
          sin previo aviso.
Iluminar una estancia
donde antes todo era oscuro
y difuminar los límites
entre nosotros y el mundo.
Chocar
          como una ola que, al morir,
no se esconde, sino que vuelve
a ser mar y océano y cántaros
                                        de lluvia.
Partir
          sin saber a dónde.
Anidar
          como los pájaros,
en las ramas de algún árbol
y, al crecer, volar un cielo limpio
o navegar una tormenta,
pero nunca más
                            volver.
Mentir
          y hacerlo con piedad
como sin darse ni cuenta
sin maltratar la verdad.
Llorar lágrimas
          de tristeza un día,
agua salada que me recorre la cara;
pero al pasar de las páginas
la historia manchada de pena,
se convierte en alegría.
Bailar
          swing toda la noche
hasta tener agujetas,
empapados de sudor, y después
ya en tu cama, en tu regazo
inflamarnos con amor
                                  y, al terminar,
mirar la luna y las estrellas
a través de la ventana, rodearte
con mi brazo, dormirnos, soñar
con ellas, acariciarte y, sin prisas,
esperar a la mañana.
Bromear
          y despertarnos con un beso,
entre arrumacos y risas.
Podría seguir así —como ejemplo—
usando un verbo tras otro,
verbos que no tienen complemento
o tienen el complemento roto.
Verbos que atraviesan el objeto y lo superan.
Así entiendo yo el verbo amar,
un amar sublime, despacio y lento,
una acción que se proyecta al infinito, sin medida,
y al llegar en un momento a los confines y expandirse,
rellena todo el espacio de vida.
Un amar intransitivo
que amar —quiera o no quiera—
siempre comienza y amar
siempre termina contigo.

Eduardo de la +

Soneto de una noche de verano

Si caigo en un recuerdo de verano
la luna reflejada en cloro y jungla
alberca de ilusiones en penumbra
de charlas y cervezas en la mano.

Charlas, noche y tiempo detenido,
años y recuerdos de futuro,
proyectos dibujados sobre un muro
blanco, la vida abriéndose camino.

Voces que se arrugan en silencio,
noches que se guardan en el alma,
amigos que se viven con aprecio.

Sonidos que se escuchan en la calma,
el corazón y la distancia. Y el misterio
del sol que siempre sale en la mañana.

Eduardo de la +