Y si después de tantas palabras…

¡Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da…!

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena…
Entonces… ¡Claro!… Entonces… ¡ni palabra!

César Vallejo

Lo nuestro

Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa
con el temblor del mundo,
el tiempo, no tu cuerpo.
Tu cuerpo estaba aquí, tendido al sol, soñando;
se despertó contigo una mañana
cuando quiso la tierra.

Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;
la luz llenándote los ojos, no los ojos;
acaso un árbol, un pájaro que mires,
lo demás es ajeno.
Cuanto la tierra presta aquí se queda,
es de la tierra.

Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende
—eso es lo nuestro.

Eugenio Montejo

Se querían

Se querían.
Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.

Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando…
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Vicente Aleixandre

Mitología

Mi padre me dijo:

“Yo nací el año
de los dientes verdes
de los dromedarios”.

Ahora yo me pregunto:
¿Qué hemos hecho de nuestros años,
tan lejanos y estrechos?

¿Cayeron malbaratados
entre el olvido de la tradición
y la sed de las dunas?

¿Se esfumaron en el aire
como haces de leña?
Buscad los años en la poesía,
huesos de la memoria,
como nuestros antepasados.

Nuestros años son versos,
como una lluvia de estrellas
como la hermosa yerba
o el parto de las abejas.

Estos son nuestros años,
abandonados,
esqueletos trágicos,
como grandes tormentas,
como una lluvia roja
o un vendaval de langostas.
Y no son estos otros
Incipientes y artificiales
que ahora colgamos
del almanaque
de nuestros sueños.

Limam Boisha

Retrato

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero. 

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido, 
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario. 

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,  
pero mi verso brota de manantial sereno; 
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, 
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. 

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. 

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una. 

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada. 

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—; 
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. 

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, 
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado
Ayer todavía era mañana

Ayer todavía era mañana

Una novela que regresa a casa para escuchar a la madre mientras cose el tiempo. Una novela que es también —tal vez, por encima de todo— el encuentro con la madre, el regreso lírico a la madre, el abrazo a la memoria de una infancia que ya sucedió. Una novela donde recuerdo, realidad, ficción y poesía naufragan en el mismo mar y se entremezclan, quizá para descubrir que estuvieron siempre juntos de alguna forma.

Tic—tic, tic—tic…

En mi estancia, iluminada
por esta luz invernal
—la tarde gris tamizada
por la lluvia y el cristal—,
sueño y medito.

                           Clarea
el reloj arrinconado,
y su tic—tic, olvidado
por repetido, golpea.

Tic—tic, tic—tic… Ya te he oído.
Tic—tic, tic—tic… Siempre igual,
monótono y aburrido.

Tic—tic, tic—tic, el latido
de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha
el latir del tiempo?  No.

En estos pueblos se lucha
sin tregua con el reló,
con esa monotonía
que mide un tiempo vacío.

Pero ¿tu hora es la mía?
¿Tu tiempo, reloj, el mío?

Antonio Machado

Sabe esperar…

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

Antonio Machado

Bambalinas

Tu forma de mirar es el camino de la piel.
La cometa que vuela en el fuego viejo de la madrugada.
Desliza en tu palabra el velo blanco de la irrealidad.
El brote de las alas en tu boca, un lienzo ríe.
                                                                 Extrañamiento.
Las manzanas de tu rostro, el alimento, la pulpa de tu imagen.
Paisaje, flor, simiente de un cántico narrado en abstracta primavera.
Doscientas sinfonías y un latir de mariposas.
La mancha de una mora, la belleza derramada y el acento.
El giro arquitectónico de la naturaleza.
El último pedazo de tu voz es vertical y se deshace,
allá entre los que están detrás del mundo.
La luz que me ilumina de todos los poemas.
El verso fiel, latente y consagrado, que anuncia con dulzura
las mieles de los astros y de la poesía.

Eduardo de la +