El mejor verano de mi vida sucede en un pequeño pueblo, en la ladera de una montaña. Un pueblo de días en la calle, tardes en el río y noches de manta; un pueblo de jugar en la calle a la pelota y apartarse a un lado cuando aparece un vecino en su coche; un pueblo de no llevar candado en la bici, dejarla tirada en la acera y olvidarse; un pueblo con un solo parque, decorado con una fuente de agua potable, verdes mirtos y babosas nauseabundas; un pueblo donde no hay edades y tres generaciones se juntan a tomar el aperitivo en el único bar que hay; un pueblo de una sola pista de fútbol-sala, siempre abierta, a cualquier hora; un pueblo donde todo el mundo conoce al doctor, al cura y al maestro; un pueblo donde no tienes nombre, tus amigos te ponen un mote y los mayores te conocen como «el de la Juanita»; un pueblo de hogazas, de paseos al huerto para coger tomates y de cocinas de gas; un pueblo de casas con buhardilla, llenas de tíos y primos, con la puerta siempre abierta y las sillas sacadas a la calle; un pueblo de paellas en la vera, melocotones que huelen a fruta y guindas cogidas de lo alto de los árboles; un pueblo de perros callejeros sin correa, de jugar a las chapas, al escondite y al salto al pollo; un pueblo con un camino hacia el río lleno de moras, ortigas y lagartijas; un río de agua fría y transparente, piedras grandes y redondas y bocadillos de chorizo envueltos en albal; un pueblo de cenas en familia y paseos nocturnos con helado de chocolate; un pueblo con noches de estrellas, luciérnagas y colchones tirados en el suelo.
El mejor verano de mi vida sucede en un pequeño pueblo así descrito, ya sea a la edad de diez años o con treinta y cinco.
