Las gafas de leer

La verdad es que mi abuela no gastaba gafas, sólo se las ponía para coser. Eran unas gafas de metal o alambre plateado, ovaladas y muy pequeñas, que parecían como otros ojos delante de los ojos. Y eran o habían sido ya las gafas de su madre, mi bisabuela, que tenía también la vista cansada; pero eran unas gafas muy buenas, con ellas veía hasta a enhebrar agujas como si tal cosa, hasta un día ya en que, para enhebrar un hilo blanco, tenía que poner detrás de la aguja un paño negro, y para enhebrar un hilo negro, tenía que poner de fondo una tela blanca; ni aún así. De manera que lo que tenía que hacer era comprarse unas gafas nuevas. Pero ya nadie vendía gafas, como antes, en las ferias de cerca del pueblo ni tampoco las llevaban ya los quincalleros ambulantes, que ya quedaban tan pocos; así que mi abuela no tenía otro remedio que ir a la capital por ellas. Aunque no a ningún médico de la vista, dijo mi abuela, sino a una tienda de gafas; porque ella no tenía los ojos enfermos ni la pasaba nada en ellos, sino que sólo los tenía cansados de la edad, de haber visto tantas cosas y de los sinsabores, también porque había cosido y bordado mucho a la luz de un candil o de un carburo, o de bombillas de las antiguas que no alumbraban ni la mitad que una vela.

Cuando llegamos a la capital e íbamos por una calle, que era de las principales, viendo los coches que la gustaban mucho y decía que ahora se podía ir en ellos a cualquier parte y que eso estaba muy bien, y no como cuando ella era joven que sólo carros o coches de caballos que tardaban qué se yo, se fijó mi abuela en unas gafas muy grandes, de anuncio, que sobresalían de una fachada, y dijo: «Pues aquí mismo entramos y en paz, para qué vamos a andar dan- do más vueltas». Y entramos y, en cuanto preguntamos por unas gafas para mi abuela, el dependiente nos enseñó muchos pares de ellas; pero todas eran de pasta y mi abuela preguntó: «¿Y no las tienen de alambre de metal blanco como la plata o de plata mismo?»; y el dependiente de la tienda contestó: «<Si señora. Y además están de moda». Pero mi abuela dijo a eso que a ella la moda no la importaba, sino que las gafas fueran buenas.

Entonces nos mandó pasar el dependiente entre la gente que había allí comprándose gafas también o películas de hacer fotografías, a un cuarto que estaba al lado, un poco oscuro, y se puso a encender car- teles con las letras de diferentes tamaños para que mi abuela las leyese; pero mi abuela le advirtió en seguida al dependiente, en cuanto vio las letras, que ella no quería las gafas para leer, porque ya sólo leía el devocionario y este libro tenía las letras tan gran- des, que se podía leer sin gafas, a simple vista, y que además se le sabía de memoria. «Eso no importa»>, respondió el dependiente que era un hombre bastante (41) joven y muy atento, porque si un día quería echar un vistazo al periódico las necesitaría; y yo iba a decir que era verdad, pero mi abuela me cortó y dijo que lo que menos la importaba a ella era la vida de los demás y sobre todo de los que salían en los periódicos o en la televisión, ni lo que pasaba en el mundo, que era lo mismo que había pasado siempre: que unos nacen y otros mueren, unos tenían mucho y otros nada, unos comen y otros miran, y que vaya novedad. Y antes de que el dependiente fuera a decir algo, que parecía que lo iba a decir, mi abuela preguntó de repente: «¿Y no tienen ustedes una aguja y un poco de hilo?», y como el dependiente dijo que iba a buscarlos en seguida, aclaró mi abuela: «Pero que el hilo sea negro o blanco; no andemos con andróminas de los hilos de color», y mientras tanto los traían, se asomó al aparato, y, a la segunda lente que la cambiaron, leyó todo de corrido y dijo: «Estos cristales, y las gafas esas de alambre que parece plata». Y luego, nos tuvimos que ir a dar una vuelta hasta que pusieran los cristales, y entonces, mi abuela me compró un helado y me contó que había comprado unas gafas tan buenas porque quería que fuesen para mí, cuando yo también tuviese la vista cansada, que ni siquiera tuviera que cambiar a lo mejor ni los cristales, pero, en todo caso, la armadura de plata siempre sería buena, y cuando yo fuera viejo y me las pusiera, me acordara de ella al sacar- las de la funda de color rojo, tan bonita, que nos dieron. Así que, cuando fuimos a recogerlas, me mandó que me las probase un momento, y el dependiente dijo: «Si no fuera por los cristales, hasta a su nieto le sientan bien». Y se sonrió mi abuela mientras estaba pagando.

Los grandes relatos (Jiménez Lozano)

LOS EPISODIOS NACIONALES

Yo le digo a usted y a todos que esto de contar ya lo que pasó y de lo que se acuerda uno, o se acuerdan otros y te espolean para que te acuerdes tú mismo, es un asunto que según se mire. Siempre te que- das no sé cómo decir, después de haberlo contado; porque se te olvida algo o qué sé yo. Luego ya, no puedes intercalarlo donde lo tenías que haber dicho en su sitio propio, e incluso si llegas a poder contarlo al final, ya todo queda deslavazado. O a lo mejor te entran remordimientos de haberte puesto tú mismo a contar algo de tu propia cosecha; o que te confundes o no te acuerdas bien, aunque al contar las cosas vuelvas a verlas tal y como sucedieron o como te las contaron. Aunque no quieras, porque de las mismas palabras tuyas tienes miedo de que no cuenten bien las cosas o se pierda algo. Siempre tienes miedo, porque es como si anduvieses vertiendo el agua de una vasija a otra y luego a otra, que siempre algo se pierde o se evapora o qué sé yo. Y no digo nada de los intríngulis de la vida: que estás contando la historia (64) de alguien y, según vas hablando, te das cuenta de que ése del que hablas era hermano de éste o del otro, y de su padre o su abuelo, tal y tal cosa que hicieron, o tenía la costumbre de andar con dos relojes, o había sido esto o lo otro en la política o había arramblado con esto o con lo otro, y la casa era así o asá, y esto sucedió aquí mismo donde estaba tal y tal cosa, pero ¿cómo vas a andar diciendo todo esto? O las mañanas o las tardes y las noches, tal y como las recuerdas, que parece que las estás viendo: las neblinas sobre todo del invierno, o las alondras y las patas de las perdices, ¿cómo lo dices? Porque no se puede decir. Lo primero porque te enzarzas con unas cosas y otras, y te haces a tí mismo una madeja más enredada aún de la historia que quieres contar, que no es una novela; que si fuera una novela pues lo mezclas todo y te guardas lo que pasó para lo último, y en paz. Pero no son novelas ni figuraciones lo que yo cuento, sino lo que yo recuerdo que pasó y cómo eran las personas, una por una, sin meterme yo a nada en lo que cuento, salvo que puedo decir: <<¡Pobrecillo!», ¿no? Porque tenemos corazón, ¿no?, o que te puede parecer bonito, como hay cosas bonitas, y cuando las recuerdas, dices, cuando las cuentas: «¡qué bonito!», ¿no? Pero nada más. Y algunas de esas cosas ni tratas siquiera de mentarlas para que se percaten los que no las han conocido, ¿para qué? Di- ces, por ejemplo: la alamedilla que había junto a la laguna, que la cortaron; o el piano de la señorita Eulalia, o el cristo que había en la iglesia que te miraba con misericordia, pero lo demás ¿para qué? Esto te lo guardas cuando cuentas las cosas. No vas a decir eso de dentro tuyo que sentías o sientes; que tú cuentas la verdad de lo que viste o se decía, o te contaron, y ni entras ni sales. Y también te tienes que guardar las interpretaciones de por qué hacían esto o (65) lo otro. ¿Y tú qué sabes, no? O las suciedades que también las había y las hay; y a lo mejor, ahora que ya no hay cuadras en las casas, no nos damos cuenta, pero una cuadra digo yo que llevamos nosotros todos con nosotros mismos, y entonces, pues lo que tienes que hacer con una cuadra es echar allí zotal, y sacarla y limpiarla cada pocos días. ¿Y qué vas a contar de la cuadra tuya o de la cuadra de los otros? Pues ya se sabe lo que es una cuadra; y a mí me ha gustado siempre, por eso, la limpieza misma en el hablar y la claridad del agua clara de un manantial, y así cuento yo estas cosas, ya lo advierto. Porque me gusta contarlas solamente, que ya sabemos todos que éstas no son las historias de los libros que leíamos en la escuela, como los Episodios Nacionales, que leíamos los lunes, me parece, y estaban bien tramados, aunque a veces se nos olvidaba la trama de un lunes para otro. Bien traídos estaban, y, quien los escribiera los tramó así; pero aquí no hay trama ninguna en lo que cuento, que lo de la trama me da a mí mala espina, porque nunca sabes la trama y sólo Dios en el Juicio Final, si le hay, la descubrirá; y si no, pues ¡qué lo vamos a hacer!: la tierra se lo tragará todo y nos quedaremos sin saberlo. No sé yo. Pero, por eso mismo, cuento yo las cosas, ¿no? Te parece que viven, otra vez los protagonistas, y los estás viendo, y lo que les pasó o a ti te pasó con ellos; y ahora, que están muertos, como si se agarra- sen a ti para que cuentes esas cosas y volvieran a vivir, y eso te pasará a ti cuando te mueras: que querrás que te recuerden. Y eso he notado yo: que algunas personas que no vivieron, puede decirse: como la Zótica que he dicho, viven más cuando ahora las he recordado yo; y como si la misma Zótica fuese más, y yo hasta la veo guapa, ahora que he tenido que trabajar con la memoria para contar la verdad de lo (66) que era: como un comino, nada, y luego, cómo tenía que haber sido. Se crece, al recordarla; y así otros, como el señor Benito, luz del alma, del que a lo mejor me acuerdo sólo por lo misterioso que era o qué sé yo. Bastante misterio tienen las personas como para, encima, andar con madejas y tramas o episodios nacionales, ¿no? Nada de esto, sino sólo lo que pasó a cada uno, como el agua clara o el pan recién hecho de los de antes, que con un currusco o cortecilla te bastaba, y era lo mejor; mejor que la torta y todos los otros ringorrangos para sacar cuartos y como si se quisiera disimular que el pan es pan, la única verdad del mundo, que es lo que tienes que contar acordarte de los muertos; y sólo por esto, y porque te revives siempre recordando como si estuvieras bebiendo en un manantial, sigo yo contando todas estas cosas.

Los grandes relatos (Jiménez Lozano)

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