El primo Ángel
Ángel Sancho Yáñez es el menor de 5 hermanos, nacido el 21 de abril de 1942 en el pueblo de Balazote, provincia de Albacete. De familia con fuerte tradición agrícola, empezó a trabajar las tierras de su padre desde muy temprana edad…
Ángel Sancho Yáñez es el menor de 5 hermanos, nacido el 21 de abril de 1942 en el pueblo de Balazote, provincia de Albacete. De familia con fuerte tradición agrícola, empezó a trabajar las tierras de su padre desde muy temprana edad…
Un instante mágico, a mitad de camino en el transbordo de una estación de metro. Vislumbro un ejército de personas que caminan con la cabeza agachada. Autómatas en silencio. Luz artificial de halógenos. Voy con paso firme, camino de mi destino. Suena un violín, melodía dulce. Sonrío. La música me inspira complicidad. Se eleva entre las siluetas inanimadas. Me detengo a escuchar con todo mi cuerpo. El sol me espera fuera. Una pausa en el camino. Puedo esperar, sé a dónde me dirijo.
Los peugeot 309 blancos, la canción pictures of you de the cure, las marcas en la pared del postigo, el camino de tierra hacia el río desde la casa de mi tía, y sus moras, las bicicletas de carreras orbea, la tortilla de patatas de mi madre, las baldosas feas y frías de filigranas blancas y negras, el tazón de plástico azul sin asa, la encimera de formica de color verde oscuro, los querubines de mirada indiferente de la madonna…
Me gusta medir el tiempo de las cosas en escalas propias e inventadas, que nada tienen que ver con segundos ni minutos. Mi cafetera tarda en calentarse el tiempo justo en el que se toca el preludio número uno de Bach al piano.
A veces me siento como el gato de Schrödinger. Muerto y vivo a la vez. En el experimento imaginario, al pobre gato se le encierra en una caja de madera opaca, junto con un bote de cianuro y un detector de electrones.
No me gusta la leche desnatada con el café. Detesto escribir por el whatsapp mientras camino. No me gustan los cepillos de dientes sin tapa. No me gusta el olor a coliflor cocida. No me gusta pisar el césped descalzo. No me gusta el alarmante sonido del cercanías cuando anuncia el cierre de puertas. Odio despertarme con sueño en mitad de la noche.
Cuando te fuiste de casa los guardé en una caja de cartón. La verdad es que nunca te has preocupado mucho de tus cosas. Eres así, mitad desprendida, mitad desorganizada. Pero tus discos… no entiendo cómo no pensaste en ellos aquel día.
Los cajones de la casa de mis padres son fascinantes. Son como viajes en el tiempo. Cada vez que abro uno me sorprende no encontrar lo que había años atrás; en la época en la que yo vivía allí.
Un día cualquiera, así porque sí, el universo decide juntar de nuevo dos caminos distanciados por años luz, que años atrás fueron inseparables.
Una amiga mía, nada más terminar de leer la primera parte de esta entrada (Change I), me dijo taxativamente: «me gusta lo que dice, pero yo creo que las personas no cambian».
Cuando escucho a alguien decir que «la gente no cambia» me entran escalofríos. Cada célula de nuestro cuerpo se regenera, en promedio, cada siete años. Cabello, ojos, hígado, corazón,… todo se renueva. Increíble.
Ya es demasiado tarde. El tiempo se ha agotado. No cabe esperanza alguna. No existe ya posibilidad ninguna. Nada de lo que pueda hacer cambiará las cosas. No hay solución posible.
Abro los ojos . Siento la luz del sol que entra a través de los ventanales de la habitación en lo más hondo de mi cabeza. Va a explotar. Tumbado en una cama, no puedo imaginar un mundo en vertical. Me desplomaría nada más intentar ponerme en pié. Me pregunto cuánto tiempo llevo aquí.
Las mejores cosas en mi vida siempre me han ocurrido en compañía. Siempre me he considerado una persona independiente, capaz y cuidadoso —o más bien, perezoso— de involucrar en mis objetivos a otras personas.
Todas las semanas, además de las cartas, me escapaba una o dos veces por semana para realizar una llamada interurbana. Decir llamada interurbana en aquella época era como nombrar al diablo.