Pensé que sería uno más, uno de tantos. Esperaba que ella le echase la charla, la típica retahíla. «Son algo muy especial. Me acompañan desde la universidad. Prefiero que nadie los toque. Son delicados». Pero no. Llegó él, con descaro y decisión, hurgó entre nosotros con dos de sus dedos por unos instantes y me sacó de la estantería. Sus manos eran cálidas y su tacto suave. Hacía años que nadie más me tocaba. No hubo charla ni reacción. Ella siguió fumando en la ventana, de pie, con el cuerpo relajado, pero atenta a sus movimientos. Él levantó la aguja, me colocó sobre la pista y me hizo sonar. Después, se acercaron el uno al otro, empezaron a bailar y se olvidaron de mí. Semanas después nos volvimos a mudar, misma estantería, nueva casa. Desde entonces ya solo me tocaba él. A mí y a ella. Me hacía vibrar. Me limpiaba. Me colocaba dentro de la funda. Me devolvía a mi sitio. Todo con mimo y esmero, como hasta ese entonces había hecho ella siempre. Fueron meses hermosos en aquella casa. Hacían el amor delante de mí, leían en el sofá de mil posturas distintas y abrían botellas de vino por las noches. Con el tiempo empezaron a distanciarse, con la distancia llegó el silencio, con el silencio, la indiferencia y se olvidaron de mí. Ya nunca me bajaban de la estantería, ni él, ni ella. Me llené de polvo. No volví a vibrar. No volví a verla. He terminado apilado en una caja cerrada y oscura, quizá nos estemos mudando. Quién sabe.