Un mar de fueguitos
El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Es el destino,
el polvo de la luz
que enciende nuestra casa
y nos acoge. Desde antes
de los soles y los mares,
suenan tus manos y las mías,
el eco persistente de las flores
y el amor.
Es el destino,
la huella del crepúsculo
que abraza el cielo largo
y nos da calma. Tus ojos
y los míos,
el murmullo que deja
la risa en el silencio,
el lienzo pintado por los dioses
atropelladamente.
Que sí, es el destino,
la estela de los astros
que arropa nuestro lecho
y nos envuelve. Un bosque
de caricias y el tacto
amplificado de tu boca.
La destrucción de las galaxias
que se arrastran
como hojas secas en otoño.
Ya ves, con el destino,
el polvo de lo eterno
que forma nuestro espacio
y nos acerca. Así es mi sueño,
todo eso en una noche,
todo eso en mi cabeza.
Tiene un piano,
dos cuadros
y un piso de arriba
donde juego
al escondite conmigo.
En un cuadro pone «Poesía»,
en el otro «Por la vida, mi amor, por la vida».
Lo que pasa aquí es en blanco y negro
y tiene cientos de luces pequeñitas.
Como yo. A veces.
Dejar entrar,
dejo entrar poco,
y casi siempre
se tropiezan en la puerta.
Todos los días necesito salir
y a cada rato estoy deseando volver.
No es la casa más ordenada del mundo,
pero es en la que mejor suena la música.
Las estanterías cada vez esconden
más libros,
ya tengo rincón preferido
y los marcos de fotos
están preparados para recordar.
El tendedero suele andar por medio,
y no, aquí tampoco me duermo pronto.
Siempre hay leche, mermelada, cerveza
y propaganda de comida para llevar.
El patio es el sitio más verde y
con más paz de todo Madrid
y los gatos del barrio
se vienen a leer conmigo cada tarde.
A veces
hasta me saluda algún vecino.
Lo cierto es que,
por mucho que os cuente,
no os hacéis ni una idea.
Y eso es lo mejor,
porque así es un poco más mía
y un poco menos de todos los demás.