Por Carmen Conde
La máquina de escribir está cansada. Desde las nueve de la mañana hasta las cinco y media de la tarde escribe que te escribe… Claro que ella sola, por su gusto e impulso, no es. Obedece a unos dedos, suaves, febriles, de mujer.
La máquina se encuentra en una habitación larga, con cinco ventanas al mar. Ante ella, otras compañeras de hierro y de madera clara trabajan con los hombres que componen la dotación de la oficina de correspondencia. Detrás de la mesa en que ella vive se sienta el jefe de todos los de la habitación: máquinas de escribir, plumas, tinteros, mesas, archivadores y personas.
Una noche, así que el guardia cerró las ventanas y puertas, la máquina se decidió a lamentarse en voz alta, y dijo:
—Compañeras… —Un murmullo de hules fue la respuesta—. ¿Me oís?
—Sí —contestaron los rodillos y las teclas.
—Estoy harta de vivir aquí. ¡Qué manera de trabajar más absurda! Voy a romperme en cien pedazos para terminar de padecer.
Primero, la sorpresa mantuvo un breve silencio. Después, la máquina del jefe alzó su voz:
—Eres injusta, porque tú eres la única que estás bien tratada. ¿No estás limpia y reluciente?
—Sí. Antes de marcharse, ella me limpia —confesó.
—Además, eres la única que trabaja con una mujer. Las mujeres siempre llevan las manos limpias, perfumadas. En cambio, a mí, este hombre áspero que me gobierna me pone el cigarro encima, me llena de humo, de borraduras de goma; me hace retroceder con grave frecuencia para enmendar sus yerros. Y, sobre todo, ¡es tan feo todo lo que escribo! —suspiró.
Del lado opuesto brotó una voz airada:
—Está visto que se quejan los que menos deben: una máquina de mujer y otra de jefe. ¡Ay, si tuvierais que tolerar al que yo! Solo escribo sobres, toneladas de sobres, con direcciones como para volverme loca. Otras veces hago unos papeles llenos de números que se llaman presupuestos. ¡Y luego, el que me maneja es un bárbaro cuyos pelos rizados me inundan, porque se está desplumando como un pájaro! ¡Si siquiera yo escribiera las cosas que tú escribes con ella!
—¡Eso es! —chilló otra máquina, moviendo la o—. Yo sé que ella escribe cosas lindísimas que no son de la oficina. El otro día, el que lleva los telegramas comentó el deseo que tiene el jefe de sorprender alguna de las hojas que ella hace para denunciarla al director. Una mañana que tú estabas rota, estúpida quejosa, ella vino a escribir una carta conmigo; luego escribió también ocho renglones que llevaban palabras muy bonitas que yo nunca había escrito. ¡Me costó un trabajo aprendérmelas! Desde entonces, siempre que puedo deslizo alguna entre los telegramas, ¡y armo cada lío!
Una máquina jovencita, recién llegada de la fábrica, aclaró con malicia:
—Yo sé lo que ella escribe.
—¿Quién te lo dijo?
—Ella misma. El otro día se lo escribió a una amiga sobre mi rodillo. Le dijo: «Yo, como tú sabes, hago versos, y quiero publicar un libro muy pronto…».
—¿Eso dijo? Pero, ¿no lo sabías tú, la suya, la máquina donde ella escribe?…
—Sí —confesó tímidamente la aludida—. Lo sé.
—¿Y te quejaste escribiendo versos, palabras hermosas, palabras de ella? ¡Y nosotras que solo escribimos pagarés, facturas, presupuestos y cartas diciéndole que no a todos los que vienen pidiendo trabajos a esta fábrica!
Tímidamente aventuró la atacada:
—También escribo cosas feas y cartas a Inglaterra pidiendo carbón, hierro… Todo no son las maravillas que vosotras decís.
—¡Ya, ya! Pero lo que decimos refresca tu vida. ¿Y la nuestra?
Todo quedó en silencio hasta el día siguiente.
El mar llenó otra vez los cristales de las ventanas; barcos inmensos llegaron y se fueron, pausadamente. Cuando sonaban las nueve de la mañana, entró ella en la oficina. Era una muchacha de mediana estatura, cabellos claros y ondulados, con ojos oscuros y sonámbulos. Acarició el teclado antes de empezar su tarea.
—¡Qué limpias sois y qué brillantes, queridas letras! —dijo con voz dulce.
La máquina, humedecidos los ojos por el remordimiento, corrió mejor que nunca, deseando satisfacer a su compañera de trabajo.
Y lo primero que escribió fue:
Dear Sir.
Y lo último (hacia las cinco y cuarto de la tarde, bajo la luz indefinible del crepúsculo cerca del mar):
«…Porque en esos barcos que desde aquí veo irse se me huye el alma todas las tardes».
(Del libro Júbilos.)
Tere encerró su typewriter en rizada concha de madera. «Ya, hasta mañana —
pensó—, su triple fila de botones no salpicará violetas pequeñas; no cantará en
su jaula, ni se mecerá de un lado a otro con voluptuosidad de piano. Ya, hasta
mañana…»
UNDERWOOD GIRLS
Quietas, dormidas están,
las treinta, redondas, blancas.
Entre todas
sostienen el mundo.
Míralas, aquí en su sueño,
como nubes,
redondas, blancas, y dentro
destinos de trueno y rayo,
destinos de lluvia lenta,
de nieve, de viento, signos.
Despiértalas,
con contactos saltarines
de dedos rápidos, leves,
como a músicas antiguas.
Ellas suenan otra música:
fantasías de metal
valses duros, al dictado.
Que se alcen desde siglos
todas iguales, distintas
como las olas del mar
y una gran alma secreta.
Que se crean que es la carta,
la fórmula, como siempre.
Tú alócate
bien los dedos, y las
raptas y las lanzas,
a las treinta, eternas ninfas
contra el gran mundo vacío,
blanco a blanco.
Por fin a la hazaña pura,
sin palabras, sin sentido,
ese, zeda, jota, i…
Pedro Salinas