La primera vez que nos conocimos apenas me fijaré en ella. Y sí, la primera vez, porque
nos conocemos muchas más veces. La mayoría de las veces seremos humanos. Pero
también fuimos astros, ella, planeta y yo, satélite. Estuve orbitando a su alrededor
durante más de doscientos mil años, hasta que un cometa nos distanció. También
seremos bosques, ella, un robledal hermoso, yo, jungla salvaje. Un océano nos separa,
por lo que tuvimos que ser pacientes y esperar. Quizá sea cierto que todos los árboles
se comunican entre ellos, pero yo no recibiré ningún mensaje suyo. Solo en una ocasión
fuimos vientos. Viajamos juntos de norte a sur, recorrimos mesetas y escalamos
cumbres. Pero donde más disfrutaremos será surcando mareas y sujetando el vuelo de
bandadas de las aves que emigraron. Al llegar a la costa nos separaremos y no volvimos
a coincidir hasta pasadas decenas de estaciones, en una cosecha de maíz. Casi al
principio, los dos fuimos átomos. Quise acercarme y hablar con ella, pero había tal
enredo cósmico que, en un descuido, choqué con otro átomo y me convertí en luz.
Nunca volveré a viajar tan rápido. Aún siento como el aire infla mis mejillas. Aquella otra
vez seré minuto y ella, segundo. No nos entenderemos, me hablará a un ritmo tan
pausado que tendré que contar hasta sesenta antes de poder responderle.
La primera vez que nos conocimos ella era pensamiento y yo voluntad. Viajaba rodeado
de otras voluntades, buscábamos ejercicios y labores. No tendré tiempo de fijarme en
ella. Quizá me distraiga. También fuimos sabores, ella agridulce, como una salsa de miel
y almendras, yo, ácido, como un limón joven. Nos juntaremos en muchas bocas y,
algunas veces, me sabrá a canela. Somos letras y saltamos de una línea a otra en novelas,
panfletos y diarios de viaje. Jugaremos al escondite y al pilla-pilla. Como ambos fuimos
consonantes, tendremos que emigrar al norte para encontrarnos. Crecimos y ella se
transformó en prosa y yo, en el verso suelto de un poema olvidado en un cajón. Nunca
fuimos todavía ni dinosaurios, ni rocas, ni fuerzas. Siempre somos, sin embargo. Una vez
seré ruido y ella, silencio. Recorreré incansable el universo tras ella. En un yermo gesto,
intentaré coger su mano. Al instante, huirá. Como huye la realidad cuando cierras los
ojos. Más adelante, seré amanecer y ella, estrella. Nos reunimos al alba, a escondidas.
Nadie puede saberlo. Será un lunar que se dibuja en mi rostro. Tintinea y se desvanece.
Esperaré una mañana más. Por fin soy agua, un vapor, una gota condensada que viaja
en la barriga de una nube. Ella, tierra. Me precipito y caigo sobre ella. Golpeo la superficie
y la remuevo. Me adentro en ella. Nutro plantas, me evaporo y volveré a ser algodón, en
ciclos interminables. Una vez seré una recta dibujada por el trazo fino de una pluma y
ella, un plano ilimitado en las dos dimensiones. Solo pudimos cruzarnos en un punto
fijo. Doblegado, uno tras otro, me fundiré con ella como el acero en la forja. Fui destino
y ella, camino. A pesar de que yo avanzaré lento, como tortuga y ella veloz, como liebre,
nunca pudo alcanzarme.
También fuimos prisma y rayo disperso, pirámide y templo, hogar y lugar recóndito. Aún
nos quedará ser montaña y cueva, axioma y evangelio, sombra y reflejo. Pero la primera
vez que nos conocimos, como ya he dicho, ella es pensamiento y yo, voluntad. Y apenas
me fijo en ella. Solo cruzamos la mirada durante un breve instante que durará millones
de años, juntos, pensamiento y voluntad, nos convertimos en acto. Desde aquel
entonces, ya siempre nos volveremos a juntar, ya nunca nos volvimos a separar.