Soy, dice, un caballero…

«Soy», dice, «un caballero
que busca lo que no puede encontrar;
he buscado mucho y no he encontrado nada».
«¿Qué querrías encontrar?»
«Aventura, para poner a prueba
mi proeza y mi coraje.
Te ruego y te pido y te exijo,
si sabéis, que me aconsejes
sobre la aventura o la maravilla».
«Esto», dice, «sólo tú puedes hacerlo:
yo no sé nada sobre la aventura
nunca he escuchado hablar de ella».

Yvain, vv. 258-369 (Chrètien de Troyes, 1180)

«Je sui», fet il, «uns chevaliers
qui quier ce que trover ne puis;
assez ai quis, et rien ne truis».
«Et que voldroies tu trover?»
«Aventure, por esprover
ma proesce et mon hardement.
Or te pri et quier et demant,
Se tu sez, que tu me consoille
ou d’aventure ou de mervoille».
«A ce,» fet il, «faudras tu bien:
d’aventure ne sai je rien
n’oncques mes n’en oï parler».

Yvain, vv. 258-369 (Chrètien de Troyes)

Y tú deberías decirme
Qué hombre eres y qué buscas
—Soy, dice él, un caballero
Que busca lo que no puede hallar;
Mucho he buscado, y nada encuentro.

—Pero tú, a tu vez, dime qué clase de hombre eres y qué buscas.
—Soy, como ves, un caballero que busca sin poder encontrar; mi búsqueda ha sido larga y ha quedado en vano.
—¿Y qué quisieras encontrar?
—La aventura, para poner a prueba mi valentía y mi coraje. Te pido, pues, y te ruego encarecidamente que me indiques, si conoces alguna, alguna aventura y algún prodigio.
—En cuanto a eso, dijo, tendrás que prescindir: no conozco nada en materia de aventuras y jamás he oído hablar de ellas. Pero si quisieras ir cerca de aquí hasta una fuente, no volverías sin pena, a menos que le rindieras su tributo. A dos pasos encontrarás enseguida un sendero que te llevará allí. Ve todo recto, si no quieres malgastar tus pasos, pues podrías extraviarte rápidamente: no faltan otros caminos. Verás la fuente que burbujea, aunque sea más fría que el mármol, y la sombra del árbol más bello que la Naturaleza haya podido crear. En todo tiempo persiste su follaje, pues ningún invierno puede privarlo de él. Pende de él un cuenco de hierro, al final de una cadena tan larga que desciende hasta la fuente. Cerca de la fuente encontrarás un bloque de piedra, cuyo aspecto verás; no sabría describirlo, pues jamás vi uno igual; y, del otro lado, una capilla, pequeña pero muy bella. Si con el cuenco quieres tomar agua y derramarla sobre la piedra, entonces verás tal tempestad que en este bosque no quedará bestia alguna, ni corzo ni ciervo, ni gamo ni jabalí, incluso las aves huirán; pues verás caer el rayo, los árboles quebrarse, la lluvia abatirse, mezclada con truenos y relámpagos, con tal violencia que, si puedes escapar sin grandes daños ni penas, tendrás mejor suerte que ningún caballero que jamás haya ido allí.

Dejé al villano en cuanto me hubo indicado el camino. Quizás había pasado la hora tercia y se podía acercar el mediodía cuando divisé el árbol y la fuente. Sé bien, en cuanto al árbol, que era el más bello pino que jamás hubiera crecido en la tierra. A mi parecer, jamás habría llovido lo suficientemente fuerte como para que una sola gota de agua lo atravesara, sino que sobre él se deslizaba la lluvia entera. En el árbol vi colgar el cuenco, era del oro más fino que jamás se hubiera vendido en feria alguna. En cuanto a la fuente, podéis creerme, burbujeaba como agua caliente. La piedra era de una sola esmeralda, ahuecada como un vaso, sostenida por cuatro rubíes más resplandecientes y más bermejos que no es la mañana al sol cuando aparece en oriente; por mi conciencia, no os miento ni una sola palabra. Decidí ver el prodigio de la tempestad y la tormenta e hice allí una locura: habría renunciado de buena gana, si hubiera podido, desde el instante mismo en que, con el agua del cuenco, hube rociado la piedra hueca. Pero vertí demasiado, me temo; pues entonces vi en el cielo tales desgarros que desde más de catorce puntos los relámpagos me herían los ojos y las nubes, todo revuelto, arrojaban lluvia, nieve y granizo. La tempestad era tan terrible y tan violenta que cien veces creí ser muerto por el rayo que caía a mi alrededor y por los árboles que se quebraban.

Yvain (Chrètien de Troyes, 1180)

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