El camino a casa

El camino a casa

Venus es el único planeta del sistema solar que gira en sentido contrario. Esto significa que el sol sale por el oeste y se mete por el este, curiosa anécdota astronómica. Pero lo más sorprendente de este pequeño planeta no es el sentido retrógrado de su rotación, sino su flemática velocidad. Gira tan lento, que tarda más tiempo en dar un giro sobre sí mismo que completar una vuelta alrededor del sol. Los días son más largos que los años. No se me ocurre mayor acto de transgresión en este universo que caminar lento, muy lento, y hacerlo en sentido contrario.

El algarve portugués es un territorio de menos de doscientos kilómetros de extensión donde se suceden aldeas pesqueras encantadoras y playas idílicas encaladas en bajos acantilados de piedra caliza. Paralela al océano, a una distancia media de unos diez kilómetros, circula una autopista principal, la A22, bien asfaltada y de conducción rápida, que puedes recorrer por completo en menos de dos horas. Más cerca aun de la costa circula la antigua carretera, la N125, de doble carril enfrentado y pavimento inestable que atraviesa los pueblos y las aldeas a su paso. Casi puedes tocar el océano desde la ventanilla del coche y saludar a los paisanos sentados a las puertas de los bares locales. Si te detienes a observar cada playa y cada aldea del camino puede que recorras esos mismos doscientos kilómetros en más de siete días. No se me ocurre mayor acto de transgresión en este mundo que transitar por carreteras secundarias.

Un lento día venusiano equivale a 250 frenéticos días terrestres. Quizá sea esta la razón por la que transitamos diariamente, siempre a toda prisa, por las autopistas de la vida. Convertimos nuestro día a día en carreteras alejadas de las playas, de los lugares y de las personas. Confundimos el rumbo con la velocidad. Tanto más rápido, tanto antes llegaremos. Tenemos tan fijado el destino en nuestra mente que cualquier demora durante el trayecto nos parece una contrariedad. Cuanto más rápido caminemos, más seguros pareceremos de saber a dónde vamos. Pero quién sabe realmente a dónde quiere llegar. Corremos el riesgo de convertirnos en hámsteres corriendo exhaustos en una rueda que no lleva a ninguna parte. No se me ocurre mayor acto de transgresión en estos días que andar sin rumbo.

Porque no todo el que anda sin rumbo está perdido. A veces, es necesario perderse para,  posteriormente, poder encontrarse y, una vez nos encontremos, empezar a buscarnos, de nuevo. Y así, ir haciendo camino, como el poeta, con nuestros pasos, como el peregrino que hace del camino su albergue, extranjero siempre, cuya patria está en sus botas. Como las erráticas ventiscas recorren el mundo y disfrutar de los amaneceres, de las flores, de las piedras, del sol y de la lluvia. Como en un continuo viaje en tren, contemplar de la sucesión de paisajes que se divisan tras la ventana. Como el flaneaur, hacer de nuestra propia vida un paisaje urbano por donde pasear imperturbables. Y al llegar a nuestro destino, descansar, beber agua, tomar aliento, echar la vista atrás para ver lo andado y emprender de nuevo la marcha con destino a ningún lugar y a todos al mismo tiempo. Caminar paciente, sin prisa, mientras todo se acomoda, esperando que la vida nos descoloque en nuestro sitio. Porque todo viaje comienza y termina en uno mismo.

La única manera de recorrer el sendero es que nuestros pasos se conviertan en sendero. Y hacia dónde debemos dirigir esos pasos. A casa, siempre a casa. Como un eterno retorno a ninguna parte. Y volver así al sitio de siempre por primera vez. Inspirar cada mañana y a cada paso, pensar: «He llegado; estoy en casa». Donde «He llegado» significa que ya estoy donde quiero estar —con la propia vida— y no tengo que darme prisa en llegar a ninguna parte, ya no tengo que buscar nada. «Estoy en casa» significa que he regresado a mi verdadero hogar, que es la vida, aquí, en el instante presente. No se me ocurre mayor acto de transgresión en esta vida que vivir constantemente en el momento presente.

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