Ensayo sobre el arte de las palabras

Ensayo sobre el arte de las palabras

«Como si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo se cubriera de
moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi escritura, se abarquillara,
amarilleara y se retorciera como una hoja seca. Pero yo seguiría escribiendo
igualmente cada vez más rápido, para que no me arrastren el desastre y la
desgracia.»

Cărtărescu

 

     Es difícil saber por qué uno coge un papel blanco y un bolígrafo y se pone a escribir el primer desvarío que pase por su cabeza. Absténgase el lector de buscar una razón científica en este texto. Ni científica, ni racional, ni lógica. Ni siquiera, meditada. Tan solo me propongo, a través de estas líneas, reflexionar y entender(me) el porqué de tan extraña necesidad, de tan extraño impulso de convertir los pensamientos en grafías. A priori, estaremos de acuerdo, que todo acto de escribir busca ser leído o leer(se), al menos por uno mismo. Pero el yo interior se revuelve en mi sillón mental y me lanza una pregunta inquietante. ¿Escribiría si tuviese la certeza de que nadie me leerá nunca? Sería esta una escritura cuya tinta se desvanece al tocar el papel como nos indica líricamente Cărtărescu en la cita inicial usada en este texto. La pregunta envuelve una respuesta de sencillez binaria. Sí o no. Conozco bien la respuesta de algunas de mis compañeras de estudio. Dos bandos diferenciados, dos tendencias marcadas. Incluso sé de alguna que dejaría de escribir si presintiese que sería leída.

     Y yo, generador de estos vientos ensayísticos, qué respondería. Acudo a voces pretéritas de autoridades literarias. A los primeros dramaturgos y filósofos griegos que escribían por y para la belleza (exiliada en la actualidad según las reflexiones de Camus). La belleza entendida como un motor de vida, como un gas que necesita expandirse y ocupar todos los espacios. La belleza entendida a través del amor. El amor a Helena y a los atardeceres. El amor disparado por la flecha de Ovidio. «Ahí tienes, poeta, el asunto que debes cantar». Cantos que necesitan escribirse con letras de eternidad. El amor como placer y la «infinita capacidad de goce» y las «intolerables ansías de escribir» que sentía Virginia. A Chloe le gustaba Olivia. ¿Acaso puede el lector encontrar construcción más hermosa? Desfiladeros en miradas imposibles de cruzar.

     Pero también escribir el amor a la belleza como solución a una patología crónica, un abrazo que no se puede cerrar, un beso que no encuentra nunca una mejilla. Terapia y cura. Escribir para apaciguar los nervios, para liberar la mitad de la irritación. Confundir las palabras y dejar que las cosas aparezcan. O desaparezcan. «Poco importa que escriba tonterías», nos prevenía Virginia, de nuevo. Y Cărtărescu que insiste y escribe como «necesidad y huida». Pero hacia dónde quiere huir. Y, sobre todo, de qué hemos de huir. Quizá de un dolor que nace dentro de nosotros, crece como un tumor y necesita ser acotado. Escribimos para romper ese dolor en cristales de papel que abran ojos en las letras y nos curen. «Para que el agua envenenada pueda beberse» como nos recetaba Maillard.

     Escritura como terapia paliativa. Ir un paso más allá. Escritura como terapia invasiva. Abrirse las venas como Tsvetáyeva para que brote la vida. «¡Traed vasijas y cuencos!». Una lucha encarnizada contra un enemigo invisible, contra nosotros mismos. Darles la vuelta a las entrañas y sangrar dolor y tinta analgésica y convertir el papel sobre el que vomitamos en alas y alimento. Beber de esa sangre oscura y calmar la sed de la angustia durante unos instantes, transformarla en pasos que nos brotan de los pies y poder seguir caminando. Un día más. Una noche más. Pensará quien me lea que mis palabras están infectadas de drama e hipérbole. Pensará bien, quizá. Pero en su fuero interno sabe que alguna vez escribió ella o él también como si boxeara contra el papel, en lucha contra un diablo y, al acabar el combate, el silencio. La desaparición de las palabras. Nihilismo tipográfico. Como si todo lo escrito fuese tan solo un anzuelo para atrapar al silencio y encontrar así la manera de decirse a través de él, como forma final y única de expresión. Como en la canción de Arvo donde la melodía se desvanece lentamente y deja paso a vacíos cada vez más largos, hasta que la canción se convierte en un solo silencio.

     Dialogismo con escritores que me invitan a pensar —conclusión aparente— en la escritura como una terapia. Preventiva o curativa, poco importa. Terapia, al fin y al cabo. Terapia que aleja a mis textos de la necesidad de ser leídos. Figuras de arcilla moldeada y hecha forma, pero nunca expuesta. ¿Es esta terapia un regalo de los dioses? Líneas escritas en nuestro código genético que nos dirigen invariablemente hacia la hoja en blanco, como el salmón que, respondiendo a la llamada vital, asciende río arriba. ¿Escribimos como inclinación natural o por el contrario es un constructo cultural? Salmones salvajes frente a aguacates de invernadero. Quizá sea la educación quien nos haga crecer en condiciones artificiales de temperatura, luminosidad y letras. De nuevo, poco importa. Escribir para encender la luz y ampliar la estancia, la realidad. Vagar entre palabras por paisajes inventados y poner la vida en suspenso. Escribir como una cosecha, como un dar a luz. Escribir como si estallasen soles y surgiesen islas de las profundidades. Escribir como quien come croquetas o como quien entierra los pies en la arena cálida de una playa. Escribir con un simple palo sobre la arena y esperar que las olas borren lo escrito, conviertan las letras en gotas de agua y se las lean al mar. Al parecer es suficiente con escribir así.

     ¿Escribo entonces como terapia? El yo interno se revuelve de nuevo en su sillón de emociones y neuronas y trae a mi mente los recuerdos de una tarde de juventud. Una tarde en la que por un descuido borré los datos de un disco duro donde almacenaba mis escritos personales —textos peregrinos íntimos—, mis terapias, mis letras sobre la arena. ¿Y aquel desasosiego? Intenté por todos los medios recuperar aquellos archivos. Intentos vanos pero significativos. Intentos que hoy me despejan la duda. Con la arena no es suficiente. Quiero ser leído. Terapia que necesita la presencia de un lector. Significado de una obra que, como decía Goytisolo, «se completa con su lectura». Al contrario que un cuadro o una escultura —que son obras cerradas e inmunes, vacunadas al ojo del espectador—, una novela requiere que el lector la recorra y le dé vida. Lo mismo que ocurre con una partitura de música, no basta con ser escrita, debe ser interpretada por los músicos para estar completa. ¿Acaso quería yo que interpretasen o leyesen mis escritos de proto-juventud eliminados por error? No parece sensato el exhibicionismo emocional, a menos que diferencie entre dos tipos de lectores y cito, ruego se me perdone la descortesía: yo y los demás (no-yo). Aquellos escritos malogrados parecían reservarse para un único destinatario, yo mismo.  Escritos con forma de ancla en el barco de la juventud. Fotografías del yo a las que poder acudir en caso de necesidad de recuerdo o nostalgia excesiva. Pienso en Beethoven. Sus partituras no se borraron como mis archivos, pero la sordera le impedía acudir a ellas, leerse, recordarse, anclarse. El ancla intacta, pero el barco a la deriva. Terapia sin enfermo o, más bien, enfermo sin terapia.

     Tejo con finos hilos la manta de la conclusión —conclusión que esta vez sí parece final, expresión redundante—. Manta con la que arropar a mi yo interior en el sillón de la certeza. La conclusión de que escribo como terapia para ser leído por mí. Seguiría escribiendo siempre que me pudiese leer. Y me entran ganas de cerrar ya este documento, guardarlo en la nube tecnológica para evitar disgustos futuros y dedicarme a otros menesteres. Miro por la ventana, es un día soleado y me apetece salir a pasear. Pero mi yo interno parece que nunca se queda tranquilo y continúa con sus cábalas. Tras el disgusto del borrado accidental de mis archivos, creé un blog. Un escaparate en internet al que poder acudir en cualquier momento, permanente y disponible. Un lugar donde alfilerear pensamientos para cuando los quisiera leer. ¿Quisiera o quisieran? ¿Yo o no-yo? ¡Ay, lector, qué difícil entenderse! Quién sale a la calle si no es porque quiere tomar el aire. Qué necesidad de esta exposición si no esconde alguna trampa. El aire de un viento que trae los aromas de otros lugares y agita semillas que dan frutos insospechados de sabor agridulce. ¿Habría escrito Beethoven su mejor sinfonía, estando ya sordo por completo, de saber que nadie la interpretaría? La respuesta parece rotunda. Se escribió no para leerse a sí mismo, sino para ser leído por los demás.

     Yo, Beethoven de partituras modestas, buscador de tesoros entre palabras, infectado de literatura. Yo y mi desasosiego constante convertido en duda. Dosis de escritura como terapia que nos basta con ser administrada por mí. Dosis, palabra que representa al mismo tiempo tanto el singular como el plural. No solo me basta ser leído por mí mismo, sino por toda la humanidad. ¿O acaso estaría escribiendo de saber que nadie me espera al otro lado de la orilla de este mar de reflexiones? Un sí-yo dentro de mí, autónomo, exógeno, independiente, que mueve los hilos de mis pensamientos, los empuja y me coloca al borde de un abismo hecho de letras. Un sí-yo que, como aquel salmón del que hablé, siguiendo un designio vital, divino e invariable, asciende la corriente de la escritura. ¿Soy yo la manera que tiene la vida de escribirse a sí misma? El nombramiento como acto de creación, como acto de comprensión. El acto salvador del poeta del que habló Rilke. «Quizá estemos aquí para decir: casa, puente, manantial, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana…«. El universo mirándose a sí mismo a través de mis ojos, construyéndose a través de mis palabras. Un salto de fe ante el precipicio. Palabras que saltan al vacío y cuando están a punto de caer, un puente se dibuja bajo sus pies. Palabras en caída libre sin un suelo donde reventar. Palabras dentro de palabras, palabras fractales. Palabras que hablan de sí mismas. Palabras que nos componen, nos edifican, nos autobiografían. Somos lo que escribimos y no más. A partir del momento en que lo escribimos y no antes. Seres que emergen de la tinta fresca. Al mirarnos desde lejos y al volvernos a leer, solo entonces podemos reconocer quiénes somos y comprendernos. Sorprendidos e identificados, exclamar como Montaigne, «¡Así es! ¡Así es!».

     Enésima conclusión: escribir como acto puro de creación. Partituras que se interpretan a sí mismas. Escribo palabras que no cuentan la historia, sino que son la propia historia. No son un testimonio de aquello que se cuenta, no solo le dan forma, sino que lo descomponen y lo recomponen. Cada oración es una fábrica de realidades. Fábricas que construyen otras fábricas. Cada palabra que escribo está construida sobre todas las palabras que he escrito anteriormente. Ya no me sirve solo con escribir en la arena, sino que necesito tatuar las letras en mi piel y en la piel de los demás. Cincelar mis pensamientos en las rocas recién escupidas por el magma incandescente que hierve en el centro de mi corazón. Atrás queda el Cărtărescu del inicio, ingenuo y escurridizo, «No, no quiero llegar a ser un gran escritor, quiero llegar a ser Todo». Y atrás queda también nuestra pregunta inicial, la cual parece deshacerse como un terrón de azúcar en el vapor de una taza de café. Un cubito de hielo flechado por el sol. ¿Escribiría si sé que no voy a ser leído por nadie? Pregunta ahora descosida y fútil que carece de sentido. Pregunta hecha de plástico. Retórica derretida, hermenéutica caduca y excesiva. Escribir. Escribir convertido en un verbo intransitivo donde no tienen cabida objetos directos ni indirectos. La tinta convertida en sinécdoque del escritor y sus palabras en una metonimia sin fin. Textos construidos con átomos que nunca llegan a tocarse, espacios cuánticos y microscópicos por donde el lector se evapora y la realidad brota y se desvanece. Textos que se leen milenios antes de ser escritos. Ahora entiendo qué es para mí escribir y quien así entienda la escritura en sus propias carnes sabrá de lo que estoy hablando. Vuelvo a mirar por la ventana y el sol está en lo alto. Mi yo interior me deja descansar, es momento de salir a pasear. A Chloe le gustaba Olivia. A Chloe le gustaba Olivia. A Chloe le gustaba Olivia…

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