I

Porque se oyera siempre el mar como aquel día …
¿Qué corazón pudiera yo brindarle al mar
porque se oyera como lo oí, mío y compartido,
mar de azul que no acaba, oh mar azul que sangro?

Un mar que tuvo voz para contarme a solas
tanta historia caliente de cuerpos en el agua,
que es del mar y no es del mar, que lo es del cielo,
y nunca baja al mar, aunque esté dentro.

¡Qué sed tengo de ti, cómo quiero beberte
desde tus propias fauces, en el umbral de entonces!
Búscame, yo te llevo, hazte mío y tómame
como tomas las barcas y las orillas trémulas.

Carmen Conde

Un comentario en «0»

  1. La sed más inmensa, la sed insaciable;
    la que no se calmará, aunque eternamente
    vayan sus fauces abiertas;
    la áspera ardorosa, encendida delirante
    a la orilla extenuada de los ríos
    volcados hasta los ojos en la mar,
    es la sed de la arena.
    ¡Furor de la sed de la arena,
    metida hasta en la mar!

    Porque no la empapa el agua, aunque la cubra,
    sino que de ella se rebosa
    y fluye fluye la mar, de la arena …
    A puñados, bocanadas, mezclándole todos los cuerpos
    no retendríamos su agua; seguiría
    bebiéndosela cordilléricamente.
    Agua agua, todas las aguas del universo
    sin, suyas, podérselas quedar.

    Sed de la arena. Sed de todas las arenas
    hambrientas de sed a la orilla, en el fondo,
    entre las rocas profundas de la mar.
    Aunque todas las mares se le echen encima
    o la estrujen y aplasten con su peso,
    no se le acabará su sed.

    ¡Piedad y amor para la arena salobre,
    para la arena sin memoria del desierto;
    piedad para esta hermana a cuya lengua no dejan
    que pueda beber hasta hartarse!

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