A UNA TRANSEUNTE

A UNA TRANSEUNTE

«Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais»
Bauldeaire

 Ernesto García sucumbió a la fantasía en la mañana de un martes cualquiera. Bien sabía él que la vida sin ilusión era una vida en blanco y negro. Una vida mate, desenfocada, como una pizza sin ingredientes, como un túnel de autopista, como un domingo lluvioso sin ventana. La mañana era industrial y rutinaria, sin adornos, con sabor a comida recalentada. Fue sentado en el último vagón de aquel tren cotidiano que tomaba cada día, envuelto en una gabardina gris y con un maletín gastado sobre sus piernas, cuando su mirada la descubrió. El vagón y su cabeza se llenaron de colores. Del verde de su abrigo, del azul de sus ojos, del naranja de su piel, del amarillo de la portada del libro que sujetaba con sus manos y leía, con la misma atención con la que los niños atienden al mago en mitad de la actuación. Ernesto cerró los ojos y soñó así.

—Me llamo Ernesto y mi poeta favorita es Emily Dickinson.

Entonces ella, después de asegurar la última página leída con los dedos, levantaría la mirada y sonreiría. Él se volvería de mantequilla ante aquella sonrisa y el vagón olería a pan reciente. El gorgojeo de unos pájaros en primavera traería el nombre de ella a sus oídos. El resto de los pasajeros desaparecería y al fondo del vagón, empezaría el atardecer. El sol caería lentamente hacia las vías, mientras ambos se recitarían poemas nunca antes escuchados. Los asientos se volverían de algodón y, hechos cama, la noche caería a través de las ventanillas del tren.  Sus cuerpos se rasgarían entre metáforas y deseos y el techo del vagón se cubriría de estrellas y
secretos. La próxima estación les cogería desprevenidos, cinco años después, frente a una chimenea con olor a leña de encina, en una casa de campo con parras de tomate y limoneros, trapos en la cocina, entre críos ingobernables y un perro juguetón. Algunos años después, la casa alcanzaría la orilla y se echaría a la mar y él y ella, flotando en felicidad, descubrirían todas las islas perdidas, esas que nunca salen en los mapas y están llenas de tesoros, estanques y palmeras. Tumbados en sus playas y con el corazón recubierto de arena blanca y seda, se escribirían cartas de amor y emergerían soles en el cielo de las noches, así de tanta que sería la luz y la pasión. Los océanos rugirían descosidos y les traerían regalos y el tiempo se postraría dócil y amplio. Sacudidos por tanta atención, ella y él echarían alas para poder así alejarse con los vientos, encender el celeste calmo y saltar de nube en nube, ascendidos, con el pelo blanquecino y calado por los años y la humedad. Se secarían con la lluvia y cubrirían los campos de la Tierra con su dicha y los recuerdos. Ya vividos y completos, tan cerquita del cielo como estarían, le hablarían un ratito a Dios para solicitar hospedaje y cobijo entre sus prados de flores y ambrosía con olor a eternidad. Con el tacto consumado y satisfecho, podrían así desaparecer en más allá y ser inmensos para siempre.

Así soñó Ernesto en el vagón aquella mañana, con tan intensa medida, que se perdió la realidad. Al abrir los ojos ya no estaban ni el sueño ni la chica. Frente a él, tan solo un hueco y la decepción de aceptar que no habría poemas con ella, ni chimeneas encendidas, ni limoneros, ni mares que cruzar, tampoco islas escondidas, ni aguas que llover, ni vientos que soplar, ni cielos donde dormir; solo un martes protocolario, sin azúcar, operativo, como el manual de instrucciones de un electrodoméstico, como una guía con las normas de seguridad en un avión, como un almuerzo con cubiertos de plástico. Cabizbajo y sin expectativas, Ernesto se puso en pie, abrochó dos botones de su gabardina y salió del vagón sin percatarse de que alguien lo esperaba ansioso en el andén, igual que los caminos anhelan al viajero.

—Me llamo María y mi poeta favorita es Emily Dickinson.

 

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