Poema cuántico

Partículas tangentes,
desdobladas, en compresión atómica.
Voluntades subterráneas, primigenias.
El caos se impacienta.
Al otro lado, el abismo. La nada.
Amor cosmológico latente.
Todo está por crear. Tus pecas,
los arroyos, el color malva y un olivo.
El grito del universo afligido.
Materia escondida, energía negra,
germen de constantes y proporciones.
Realidades hechas de vacío.
Tu voz, en el origen.
Abro mis ojos y apareces.
Te pienso y estallo.
Brota mi ser.
Atardecer cuántico en mis pupilas.
Estocástica radiante, incierta y caprichosa.
Espectros luminosos de partículas.
Predicción ondulatoria.
Detrás de todo, ¿quién?
A dónde va la luz cuando se aleja.
A dónde el tacto de tu piel cuando me deja.
El alma vertical entrelazada.
Estructura disipada tejida con hilos celestiales,
eternidad latente y en las esquinas, amor.
Partícula existencial, mecánica absoluta.
Retorno a los altares del origen.
                                                     Sin palabras,
no hay Dios. Entre los versos, tú.
La lírica hecha carne, la física desvanecida.
Por los bordes, rebosante, se derrama la belleza.
Ya no hay otra forma de entender el universo.

Eduardo de la +
¡No era una caja!

¡No era una caja!

Ya solo espero que la noche me trague.
Bajo mis pies se abra la tierra y desaparecer.
Heme aquí entre los hombres y las mujeres,
puesta por el divertimento de los dioses.
Juego de los unos, esclava de las otras.
Pandora, ven aquí,
Pandora, guarda esto.
Pandora, trae aquello.
Ni una sola caricia en las palabras.
Guardo, traigo y voy
cargada de ánforas, de rabia
y de curiosidad.
                        En tanto que
una se me cae y se hace añicos.
Cómo iba yo a saber si de aceite,
de miel o de manzanas,
y no de aquellas molestias vertidas.
Reúno con la escoba los despojos.
Sé lo qué dirán de mí, por la calle.
Pandora, torpe.
Pandora, fisgona.
Pandora, inoportuna.
Las manchas, las del suelo y en mi nombre,
no se borran. Y no dejo de pensar
por qué nadie me advirtió.
Pandora, ¡ten cuidado!

Eduardo de la +
A UNA TRANSEUNTE

A UNA TRANSEUNTE

Ernesto García sucumbió a la fantasía en la mañana de un martes cualquiera. Bien sabía él que la vida sin ilusión era una vida en blanco y negro. Una vida mate, desenfocada, como una pizza sin ingredientes, como un túnel de autopista, como un domingo lluvioso sin ventana. La mañana era industrial y rutinaria, sin adornos, con sabor a comida recalentada. Fue sentado en el último vagón de aquel tren cotidiano que tomaba cada día, envuelto en una gabardina gris y con un maletín gastado sobre sus piernas, cuando su mirada la descubrió.

Tinieblas

A oscuras, de madrugada, tus besos
ocultos en la penumbra,
secretos, bajo una noche
de estrellas, olivos y serranía.

Se abre una puerta, los cuerpos
se buscan, las bocas se encuentran,
es el hambre quien se come y se devora
con un ansia clandestina.

Ojos aglomerados observan
nos miran, sin ver,
sin saber, nos vigilan, nosotros
seguimos jugando a ser fresas
de campo, sabrosas,
el rojo en tu cuello, mi mano
en las flores, hermosas,
las bocas se muerden, inquietas,
el tiempo y los latires
                                     se detienen,
las ganas y la sangre
                                    se aceleran.

Pronto la luz y separados,
volvemos a fundirnos con la casa.
Tus besos por furtivos, verdaderos,
el juego por discreto, terminado.
Nos dormimos.
Pronto el sol y tu pijama,
tu pelo alborotado y somnolientos
buscamos el reencuentro en la cocina
y el aroma del café de la mañana
                                             recién hecho.

Eduardo de la +

Ribera de los alisos

Los pinos son más viejos.
                                             Sendero abajo,
sucias de arena y rozaduras
igual que mis rodillas cuando niño,
asoman las raíces.
Y allá en el fondo el río entre los álamos
completa como siempre este paisaje
que yo quiero en el mundo,
mientras que me devuelve su recuerdo
entre los más primeros de mi vida.

Un pequeño rincón en el mapa de España
que me sé de memoria, porque fue mi reino.
Podría imaginar
que no ha pasado el tiempo,
lo mismo que a seis años, a esa edad
en que el dormir descansa verdaderamente,
con los ojos cerrados
y despierto en la cama, las mañanas de invierno,
imaginaba un día del verano anterior.
                                                                 Con el olor
profundo de los pinos.
Pero están estos cambios apenas perceptibles,
en las raíces, o en el sendero mismo,
que me fuerzan a veces a deshacer lo andado.
Están estos recuerdos, que sirven nada más
para morir conmigo.

Por lo menos la vida en el colegio
era un indicio de lo que es la vida.
Y sin embargo, son estas imágenes
–una noche a caballo, el nacimiento
terriblemente impuro de la luna,
o la visión del río apareciéndose
hace ya muchos años, en un mes de septiembre,
la exaltación y el miedo de estar solo
cuando va a atardecer–,
antes que otras ningunas,
las que vuelven y tienen un sentido
que no sé bien cuál es.
                                        La intensidad
de un fogonazo, puede que solamente,
y también una antigua inclinación humana
por confundir belleza y significación.

Imágenes hermosas de una historia
que no es toda la historia.
Demasiado me acuerdo de los meses de octubre,
de las vueltas a casa ya de noche, cantando,
con el viento de otoño cortándonos los labios,
y la excitación en el salón de arriba
junto al fuego encendido, cuando eran familiares
el ritmo de la casa y el de las estaciones,
la dulzura de un orden artificioso y rústico,
como los personajes
en el papel de la pared.

Sueño de los mayores, todo aquello.
Sueño de su nostalgia de otra vida más noble,
de otra edad exaltándoles
hacia una eternidad de grandes fincas,
más allá de su miedo a morir ellos solos.
Así fui, desde niño, acostumbrado
al ejercicio de la irrealidad,
y todavía, en la melancolía
que de entonces me queda,
hay rencor de conciencia engañada,
resentimiento demasiado vivo
que ni el silencio y la soledad lo calman,
aunque acaso también algo más hondo
traigan al corazón.
                                 Como el latido
de los pinares, al pararse el viento,
que se preparan para oscurecer.

Algo que ya no es casi sentimiento,
una disposición
de afinidad profunda
con la naturaleza y con los hombres,
que hasta la idea de morir parece
bella y tranquila. Igual que este lugar.

Jaime Gil de Biedma